17 de septiembre de 2021

Emigrar en los años 60 | Historia de mi infancia



Yo también fui inmigrante. Crónica de unos recuerdos a mis siete años

Os cuento. Tenía tan solo 7 años cuando una mañana muy temprano
subíamos a un autocar junto a mis hermanos y mis padres. Creo que venía
algún mozo más del pueblo, para iniciar una nueva vida en Barcelona.
Si hubiese sido consciente del cambio que significaba en esos momentos y
me hubiesen preguntado, me hubiese negado.

Mi vida en mi pueblo era plácida y feliz. Mi padre era carpintero, como mi
abuelo y mi bisabuelo. Teníamos una casa amplia y nos pasábamos el día en
la calle o en el corral. Yo ya iba al colegio claro, pero no tengo muchos
recuerdos. Tan solo una visión, unas gotas sangre roja que derretía la nieve
del camino a casa después de haberme pillado el dedo con una puerta del
cole. Me acompañaron mi hermano Enrique y su amigo Pablín. Ninguno de
los dos vive ya.

En verano como hacía mucho calor jugábamos en el portal, la fresca entrada
de la casa, en el suelo. Con mi hermano Enrique hacíamos tómbolas, él ponía
sus indios y caballos de plástico monocolor, sus tabas y regaliz y vendíamos
boletos a una perra chica. Con lo que sacábamos me mandaba corriendo a
casa de la señora Juana a comprar más regaliz, tanto en palo como negro. En
las tardes pasaba la piñonera, los piñones castellanos son buenísimos. Los
vendían un poco rajados para que los pudiéramos partir. Y el carro del
heladero. Pero mi madre nunca nos compraba nada. Eso fue una constante
en mi infancia, tanto allí como aquí en Barcelona. Éramos tantos que no
podían comprar los caprichos de todos. Así que nada para ninguno.

Cuando al cabo de muchos volví, el olor de aquellos pinares me embriagaba
y me devolvía aquella infancia feliz. Me preguntaba el porqué vinimos si a mi
padre en su taller no le faltaba trabajo y aquí no pasamos de estudios
primarios. Mis hermanos hubiesen acabado en el taller, como así fue aquí
también, menos uno, que estudió Comercio y se colocó en unas oficinas. Y
las chicas? Claro, las chicas allí, sin estudios acababan yendo a servir a
alguna casa a Ávila, Salamanca o a Madrid. Mi madre no quería eso. Y además
ella siempre quiso irse a vivir a una capital. Era su sueño, Envidiaba a sus
primas cuando volvían de Salamanca con esos vestidos y peinados. Ellas las
proveían de telas para hacernos los vestidos y abrigos, de revistas de moda
y cancioneros, donde venían las letras de las coplas que oían en la radio.
Todas eran modistas, mi madre, sus primas y mis tías. Tiempo entre costuras.

Pero a lo que íbamos, que recuerdos tengo muchos y eso sería para otra
crónica.

Mi padre había marchado un año antes a buscar fortuna, bueno, más bien a
buscar simplemente un trabajo en tierras lejanas. Primero fue a Bilbao,
después de unos meses de no encontrar nada y de no sentirse a gusto con
tanto sirimiri y el humo de los altos hornos, se fue a Zaragoza donde le
prometieron un buen cargo en una fábrica. Pero ni fue un buen cargo ni era
nada parecido a su oficio, así que junto a mi tío Melchor se vinieron para
Barcelona; pobrecito mi tío Melchor, murió a los 30 años de un tumor en la
cabeza. A mi me parecía muy mayor entonces pero solo eran 30 años y era
un buen mozo, según me cuenta mi madre. La recuerdo planchando y
llorando cuando me lo dijo ... De hecho, el recuerdo que tengo de mi madre
cuando yo era pequeña era de luto, embarazada y poniendo en remojo
montones de sábanas.

Después de casi un año trabajando en diferentes lugares en Barcelona y
viviendo de pupilo junto con otros paisanos en una casa de huéspedes, mi
padre consiguió reunir la entrada para un piso en el barrio de La Verneda, 
justo delante de lo que después sería la primera autopista de Cataluña, Barcelona-
Mataró. Entonces huertos y casas bajas y vacías entre cuyas paredes
transcurrieron nuestros primeros juegos. ¡La de tesoros que encontrábamos!

Durante ese año mi padre volvió varias veces al pueblo. Ese día siempre era una fiesta;
yo presumía con mis amigas y les enseñaba los regalos que nos traía. Un
paraguas pequeño, un impermeable amarillo con gorro de pescador... Y de
las palabras que nos enseñaba: A los chicos les llaman Nois, y a la puerta,
Porta. “Tanca la porta i porta la clau” No entendíamos nada, pero nos hacía
mucha gracia.

Después del viaje en autocar que salió de la plaza de Santa María y donde
nos fueron a despedir mi tía Carmen, mi primo Javier, un año mayor que yo y
la señora Lorenza, llegamos de noche a Ávila. Siempre me quedé con la duda
de porqué lloraban al despedirnos. Para mí era una fiesta ir en autocar. Nunca
lo había hecho antes.

Recuerdo la imagen de ir todos en fila por la estación de Ávila para coger un
tren que nos llevaría a Madrid. Mi madre con una bebé de cuatro meses en
brazos y mi padre y un paisano con las maletas. Mis dos hermanos mayores
Enrique y Jesús de 11 y 12 años supongo que cogiendo de la mano los
pequeños, Tino y Conchi, de 5 y tres años. ¿Y yo? Supongo que cogida de
la falda de mi madre.

Dormimos en ese trayecto y horas después estábamos en la casa de una
prima de mi madre en Madrid, intentando hacer la siesta todos juntos en una
cama, pero lo único que hacíamos era saltar en el colchón mientras mi madre
atendía a la niña, la peque, mi hermana Feli. Como nació unos días antes que
mi cumpleaños alguien me dijo que era mi regalo y durante mucho tiempo creí
que era mía. No tuve regalos yo de pequeña, ni una muñeca. Los lutos, decían,
hacían que los Reyes Magos no pasaran por casa.

En el vagón del tren destino Barcelona, cerrado para nosotros, veo a mi madre
sacando la hogaza de pan, la tortilla de patata, el lomo frito y el chorizo en
aceite y repartiendo rebanadas para todos. Ella con la niña en brazos, claro.
Once horas de viaje. O más.

De noche mis dos hermanos mayores subieron a los portaequipajes de red
del vagón y durmieron allí. Los demás, unos encima de los otros imagino.

El despertar fue mágico. Dos azules inmensos, el del cielo y el del mar se abría
ante nuestros ojos por la ventana de aquel tren. Fue la primera vez que vi el
mar. Debíamos ir ya por la provincia de Tarragona. Al verano siguiente ya nos
bañábamos en la playa del Campo de la Bota.

Llegamos a la estación de Francia casi a mediodía y allí nos esperaban dos
taxis y un paisano que hacía años que vivía en Barcelona. ¡Qué guapo era
Guillermo! Bajar del tren se demoró bastante. Maletas en la mano, aquellas
enormes de tela, niños... y mi hermana Conchi que con tres años se metió
debajo de un asiento al ver a Guillermo y decidió que no se movía de allí. La
tuvieron que sacar llorando y meterla en el taxi obligada. Los demás
obedientes y expectantes.

Al llegar a la vivienda de la nueva vida, todo era una novedad. Lo primero tener
que subir las escaleras de dos pisos para acceder. Otra, asomarnos por aquel
balcón tan alto, aunque el bloque tenía nueve plantas y estábamos en un
primero con entresuelo. Nos dio por tirar cosas a la calle para bajarlas a
buscar. ¡Fotos, tijeras... pa haber matado a alguien!

Aún no habían llegado todos los muebles que mis padres habían mandado
por camión, así que el primer día comimos sobre unas cajas con enseres que
mi madre había ido mandando semanas antes. Otra vez tortilla de patatas y
lo que sobró del viaje.

Según me cuenta mi madre éramos los segundos vecinos en instalarse en
aquel bloque, y seguían construyendo más a los lados. Ahora es la Gran Via
de les Corts Catalanes, entonces, Avenida José Antonio Primo de Rivera.
No teníamos ni luz ni agua. Bajábamos a la obra a coger agua en cubos y
botellas. Y de la luz, mi padre, tan espabilado como siempre, la pinchó de la
obra.

Eso fue un viernes, el lunes empezamos en el colegio. Un colegio nacional
donde cantábamos en Cara el Sol y otros cánticos de la falange. Donde,
aunque pocas, algunas niñas hablaban una lengua que no entendía. Nuestro
barrio era una especie de guerra de inmigrantes de toda España. 

Los primeros meses, para ir a la escuela, nos recogía un autocar y allí nos quedábamos
todo el día. Para mi lo peor era la comida del comedor. Y que a los pocos
meses de estar aquí me cortaron mis preciosas trenzas que reservábamos
para mi primera comunión. Operaron a mi madre de apendicitis, y entonces
era una semana en el hospital así que mi padre nos llevó a la Conchi y a mí a
la peluquería del entresuelo para no tener que peinarnos cada mañana. Aun
así, en aquel día de mayo de 1965 y vestida de princesa me sentí protagonista
por primera vez. Era difícil serlo con tanto hermano.

No volví al pueblo hasta el verano de cuatro años después, con unos tíos que
pasaron por Barcelona desde Mallorca. Pasé allí más de dos meses viviendo
en la casa de tres de mis tías. Fueron las mejores vacaciones de mi vida.

Pero eso, eso ya serían otras historias. Solo puedo contaros que los primeros
años en Barcelona no fueron fáciles, para ninguno, aunque cada uno nos
quedamos dentro las diferentes experiencias que han ido saliendo en
diferentes conversaciones, ya de mayores. 

Mientras tanto intentábamos pasarla infancia lo mejor que podíamos, a pesar de todo.

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