3 de enero de 2021

De noche todos los gatos son pardos


A veces me vence la impotencia. Y otras veces el miedo. 


La impotencia suele venir por no poder hacer más por los demás. 


Una de mis  intenciones al jubilarme, de siempre, era hacerme voluntaria para ayudar a los otros.  Dedicar algunas horas de mi tiempo más libre a los que me pudieran necesitar. Incluso estuve mirando qué tipo de voluntariado me podría "interesar". Sí, sé que suena egocéntrico, pero no creo que todo el mundo pueda tener aptitudes para hacer según qué. 

Pero también sé por experiencia que al final una puede con casi todo. Lo comprobé cuando tuve que cuidar de mi madre en el hospital después de una grave intervención de cáncer de estómago. Yo siempre pensaba que me sería difícil limpiar culos de personas mayores. Y pude. Claro está que era mi madre. 

Y con niños en los hospitales? contarles cuentos, jugar con ellos. Estaría bien. Pero viví la leucemia de Aida, la hija de un buen amigo, y su finalmente su marcha. Y me superó. Aún así cuando salía del hospital de estar con ella, de ver aquella preciosa sonrisa en su cara hinchada por la cortisona y su cabeza rapada, me invadían muchas emociones contrapuestas; tristeza, impotencia y rabia, pero también gratitud, sí, yo le estaba agradecida a Aida por aquel positivismo y esas ganas de vivir; y satisfacción por haberle dado un ratito de mi compañía, por haberla hecho reír. Pero fue duro, quizá porqué conocía su final y la conocía desde que nació. 

Quizá con los sin techo, o con los chicos indocumentados, o.... hay tantos que nos necesitan. De momento solo he podido colaborar con el Banco de alimentos y, como siempre con mis aportaciones económicas a algunas ONG's.

Porqué con mi jubilación llegó la pandemia y muchas de estas acciones no se pueden llevar a cabo y otras... otras me son imposible hacerlas. Tengo en casa una persona mayor que me necesita; apenas tiene visión, así que toda mi dedicación es para él. No es voluntariado, es dedicación, es amor, es compromiso. Y aún haciendo todo lo que puedo me siento impotente de verle sufrir.

Mi querido Robert, mi amante amigo, mi viejo profesor de tantas cosas no es el que era. Todos sabíamos que al hacerse mayor, me lleva veinte años, le iría fallando algo del cuerpo o de la mente, pero nunca pensábamos en la vista. Él que dedicó su vida a la microscopía y a la óptica ahora no puede leer, ni escribir que se convirtieron en sus hobbies al jubilarse y esto es lo que lleva peor. También se ha deshecho de sus telescopios que le acompañaban en sus mejores noches mirando el cielo. Y de sus habilidades por hacer inventos, soldar circuitos eléctricos o hacer piezas para su equipo de astronomía. Nada de nada. Y aún así siempre dice que un Ictus sería peor. Y Ahí estoy para intentar animarlo, pero a veces siento que cuanto más se hunde más miedo tengo que me arrastre con él.

Ahora juntos y del brazo caminamos por la ciudad con cuidado al bajar y subir bordillos. Y cuando hace bueno y nos dejan las autoridades, salimos con el coche a disfrutar del aire libre. Pero lo que más hacemos son visitas médicas. He aquí mi dedicación a los demás. Porqué mi madre aún a sus 92 años no me necesita tanto. Es un alivio, para las dos, para todos.


Y el miedo. El miedo llega cuando no me encuentro bien; cuando veo publicados en mi web médica unos análisis con muchas alteraciones que no sé descifrar; cuando al mirar esas variables por internet (sí, sé que no debería) saltan a la vista palabras y posibles diagnósticos que no quieres ver ni explicar a nadie. Y te corroen en las noches y disimulas en el día. Y al pedir visita con el médico te dicen que hay mucha espera. Debe ser que ocupan más tiempo en las consultas telefónicas que en las antiguas presenciales. E intentas olvidarlo.

Lo curioso es que en esas noches de melodrama peliculero que me monto no sufro por mí, lloro por los que dejaría si me fuera, o si tuviera que estar mucho tiempo con tratamientos agresivos. En cómo sufriría mi madre, que este año perdió un hijo y no lo supera. En qué sería de mi hija que con su padre tan mayor se vería sola en poco tiempo, y no le gusta estar sola a mi hija. Y lo peor, en Robert, casi invidente, y sin mí. Y escrito así no sé si es generoso o ególatra ese sufrimiento. Lo que sí sé es que es inútil.

Luego me levanto, le ayudo a ponerse las gotas y a preparar el café, porque lo tira todo y se enfada, y dejo de pensar en la noche pasada. 

Y es que las noches son muy malas para ser negativa. 
Y es que en las noches lo azul oscuro se vuelve negro.
Y es que de noche vuelven los fantasmas. 
Y es que de noche, todos los gatos son pardos.


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